"Trajinando caminos abajeños, con raros soles y desconocidas lluvias, viene llegando al Plata la caravana india.
Todos, y cada uno, alientan la suprema esperanza: ¡Sentir suya la tierra en que nacieron! ¡Mirar en paz, con ojos amigos y corazón sereno, las piedras milenarias y las arenas altas que guardan las huacas donde duermen los abuelos, donde vagan libremente los escasos rebaños de vicuñas y guanacos, donde florece el cebadal azul, donde se mece tímida la esbelta quinua, donde el pajonal hace nacer un canto, donde a veces la piedra deja un lugar para la buena siembra!
Más que una conciencia de Patria, el indio tiene un instinto de Tierra. La magia de los libros y la historia general de la nación, no llegó a penetrar en el pueblo andino. Las corrientes literarias, la información variada, la instrucción sistematizada, se extiende a lo largo del cajón de Humahuaca, siempre pegada a la cinta atrevida del ferrocarril. Allí sí que han de ser enterados, más o menos de las cosas del mundo. Pero para el hombre de arriba, para el proletario de los altos valles, para el runa señor de las cumbres, no existe otra magia que la voz de los vientos, que el nubarrón indeciso, que el remolino inútil, que el río sorprendente y caprichoso, la noche larga y la vida gris..
Alguna vez se unieron rebelados, el arriero, el labrador y el siete oficios. Cuando alguien del sur compró tierras en el Cerro Moreno, los kollas de Pumamarca supieron como apretaban los arriendos y los impuestos. Bajaron hasta el Volcán, airados en un desordenado malón de ponchos raídos y verdades sin amparo. Hubo prisioneros, discusiones, rebencazos, pleitos con abogados románticos. Los líricos indigenistas hablaron de leyes nuevas y de reivindicaciones, y de flautas de caña y de danzas nativas, y de colores, melenas y ushutas. Pero los purmamarqueños del Cerro Moreno tuvieron que volverse a sus cumbres, arrimarse a las piedras y aguantar el arriendo, y sufrir los embargos.
Y tuvieron que dejar sus predios indios, y bajar al cañaveral para juntar la platita que cada año debían entregar. Tal vez en esos días, desde cualquier esquina del altiplano la sombra augusta de Tomas Catári, les habrá dicho “¡Yo me fui desde Potosí a Buenos Aires, a pie en cuatro meses, a pedirle al virrey Vértiz un documento que ordenara la libertad de los indios del Alto Perú, en 1780! ¡Yo llegué a la gran aldea del Sur, hablando solamente el aimará y el quechua. Me dieron el documento; volví al altiplano, y allí me metieron a la cárcel, rompieron los papeles, y al tiempo destrozaron mi cuerpo en los pedregales!...”
Runa Allpacamaska… “El hombre es tierra que anda”
Los cobrizos mozos de Coranzulí, desde la puerta de Tolar Grande y las Salinas de Atacama, levantaron una vez el grito solitario. La voz se lleno de plomo, y el gran corazón del Ande mancho de sangre las azufreras y los medanales de Susques, ¡Lloró la tierra alta, desde Polvorilla a Casavindo, y un gran silencio se extendió por la Puna!
Tal vez en esos días desde la meseta del Chani Grande la voz de Pilltipico les habrá dicho: ¡Yo organice a los ocloyas, homahuacas y kollas para resistir el yugo español, respondiendo al reclamo de José Gabriel Condorkanqui, aquel Tupac Amarú tan nuestro como el aire! ¡Me aplaudieron al principio, y me persiguieron después, y un día me fusilaron en Simoca, un olvidado rincón del Tucumán!...”
El Hombre es tierra que anda…
Los ríos de Jujuy riegan las tierras de los hombres ricos. El Huasamayo, el Zapla; el Labayén, el Chisjra, el Río Grande…
Nada sabe la tierra india de este viaje rumoroso y feliz de los rios. Al nacer, la vertiente se lava los ojos con una nieve blanca, y los pastorcitos y las imillas aprenden allí la primera ronda, y el chango leñero sabe cómo es de buena la vida que ofrece un lloro de agua de trecho en trecho.
Pero es agüita, nomás…” Cuando de brinco en brinco, la corriente encuentra un cauce seguro y se lanza, más lenta, más densa, más “ella”, entonces le llaman río. Y es entonces cuando el agua ya no sabe nada de la tierra india ni del hombre arribeño. A medida que el agua se va ganando leguas de tierra abajeña, se va olvidando de los pobres. El río tiene a veces, la misma mala memoria que los gobiernos.
El hombre es tierra que anda…
Ahora viene la caravana india, trajinando caminos.
No todos son kollas. Los hay de Ledesma, mestizos, criollos de cepa hispana, matacos, tobas algunos, otros de raíz calchaquí.
Los kollas vienen a pie. El indio puneño, es el gran infante de América. La ushuta es calzado heroico, por que además de soportar al hombre, soporta también al gran silencio del hombre.
Ciento cincuenta nativos caminan estas sendas abajeñas hacia la ciudad endiablada, hacia el laberinto de callejas y avenidas. Ellos, que vienen de lejos y de muy alto, entraran en la ciudad de la urgencia, del ritmo rápido, en la ciudad donde todos hablan a la vez, y a gritos, en la ciudad donde muchísimos estudian, muchísimos trabajan, y muchísimos viven esperando… y esperando…
Es para ellos un mundo nuevo. Andarán por estas calles porteñas, con su mirar asombrado, aunque bien disimulado. Cada uno de ellos trae la atmósfera de su pago nativo. Veremos el poncho de tres colores, que usan los quebraderos, tierra de arenas policromas, claveles chiquitos y aromados de aire antiguo. Veremos el poncho rojo y azul de “los del ramal”, que usan los del lado de Ledesma, Papichuelo, Calilegua, Oran y Fraile Pintado. Veremos también el poncho pardo, sin flecos ni dibujos, que usan los kollas de la Puna desolada. Cada cual trae la atmósfera de su paisaje. Las cholas usarán las polleras superpuestas, sus sombreritos redondos, su chacuña azul, su bata blanca, sus zarcillos de plata india, su collar de huayruros, su andar de llama grácil.
Son proletarios del Ande secular.
Son brazos de la zafra, presas del paludismo. Son hombres que aman la montaña y la altipampa, y no quieren dejarla. Son hombres que quieren tierra ancha y suya para sembrarla, regarla, hacerla provechosa para la familia y para la Nación. Son hombres que viene de lejos y de muy arriba, para pedir un pedazo de suelo argentino, un tractor, una bolsa de semillas, una verdad criolla y un sentido primordial: El vivir como trabajadores del campo argentino, y no como siete oficios, como una cosa sin sensibilidad y sin destino.
Esta marcha tiene también una deserción dolorosa: el indio Romero. Tenía 60 años y muchos achaques. Era peón de surco, peón de quebrachales, limpiador de acequias, engrasador de carros. Era… Siete oficios!
Lo apretó el invierno de la tierra abajeña, allá, cerca de Frías, en el camino…
Lo velaron en una aldea santiagueña, como se vela a un indio: golpeando una caja, diciendo una copla, rezando en criollo-quichuista un mensaje a cualquier Santo. Y también pensando mucho, y sintiendo bien adentro, como duele el camino cuando la sombra muerde los colores del poncho y la esperanza del alma.
Allá en el camposanto de Frías, ha quedado una cruz de algarrobo, sobre el sueño del indio Romero. Tal vez los icanchos y los chalchaleros, tal vez la dulce torcaza y las reinamoras le traerán a la hora de la siesta las cosas eternas del aire provinciano, en esa trova liviana y agreste que puebla la selva.
¡Mi corazón de piensa con sabor de vidala, paisano de mi tierra! El hombre, es tierra que anda…¡Runa, allpacamaska!
Todos, y cada uno, alientan la suprema esperanza: ¡Sentir suya la tierra en que nacieron! ¡Mirar en paz, con ojos amigos y corazón sereno, las piedras milenarias y las arenas altas que guardan las huacas donde duermen los abuelos, donde vagan libremente los escasos rebaños de vicuñas y guanacos, donde florece el cebadal azul, donde se mece tímida la esbelta quinua, donde el pajonal hace nacer un canto, donde a veces la piedra deja un lugar para la buena siembra!
Más que una conciencia de Patria, el indio tiene un instinto de Tierra. La magia de los libros y la historia general de la nación, no llegó a penetrar en el pueblo andino. Las corrientes literarias, la información variada, la instrucción sistematizada, se extiende a lo largo del cajón de Humahuaca, siempre pegada a la cinta atrevida del ferrocarril. Allí sí que han de ser enterados, más o menos de las cosas del mundo. Pero para el hombre de arriba, para el proletario de los altos valles, para el runa señor de las cumbres, no existe otra magia que la voz de los vientos, que el nubarrón indeciso, que el remolino inútil, que el río sorprendente y caprichoso, la noche larga y la vida gris..
Alguna vez se unieron rebelados, el arriero, el labrador y el siete oficios. Cuando alguien del sur compró tierras en el Cerro Moreno, los kollas de Pumamarca supieron como apretaban los arriendos y los impuestos. Bajaron hasta el Volcán, airados en un desordenado malón de ponchos raídos y verdades sin amparo. Hubo prisioneros, discusiones, rebencazos, pleitos con abogados románticos. Los líricos indigenistas hablaron de leyes nuevas y de reivindicaciones, y de flautas de caña y de danzas nativas, y de colores, melenas y ushutas. Pero los purmamarqueños del Cerro Moreno tuvieron que volverse a sus cumbres, arrimarse a las piedras y aguantar el arriendo, y sufrir los embargos.
Y tuvieron que dejar sus predios indios, y bajar al cañaveral para juntar la platita que cada año debían entregar. Tal vez en esos días, desde cualquier esquina del altiplano la sombra augusta de Tomas Catári, les habrá dicho “¡Yo me fui desde Potosí a Buenos Aires, a pie en cuatro meses, a pedirle al virrey Vértiz un documento que ordenara la libertad de los indios del Alto Perú, en 1780! ¡Yo llegué a la gran aldea del Sur, hablando solamente el aimará y el quechua. Me dieron el documento; volví al altiplano, y allí me metieron a la cárcel, rompieron los papeles, y al tiempo destrozaron mi cuerpo en los pedregales!...”
Runa Allpacamaska… “El hombre es tierra que anda”
Los cobrizos mozos de Coranzulí, desde la puerta de Tolar Grande y las Salinas de Atacama, levantaron una vez el grito solitario. La voz se lleno de plomo, y el gran corazón del Ande mancho de sangre las azufreras y los medanales de Susques, ¡Lloró la tierra alta, desde Polvorilla a Casavindo, y un gran silencio se extendió por la Puna!
Tal vez en esos días desde la meseta del Chani Grande la voz de Pilltipico les habrá dicho: ¡Yo organice a los ocloyas, homahuacas y kollas para resistir el yugo español, respondiendo al reclamo de José Gabriel Condorkanqui, aquel Tupac Amarú tan nuestro como el aire! ¡Me aplaudieron al principio, y me persiguieron después, y un día me fusilaron en Simoca, un olvidado rincón del Tucumán!...”
El Hombre es tierra que anda…
Los ríos de Jujuy riegan las tierras de los hombres ricos. El Huasamayo, el Zapla; el Labayén, el Chisjra, el Río Grande…
Nada sabe la tierra india de este viaje rumoroso y feliz de los rios. Al nacer, la vertiente se lava los ojos con una nieve blanca, y los pastorcitos y las imillas aprenden allí la primera ronda, y el chango leñero sabe cómo es de buena la vida que ofrece un lloro de agua de trecho en trecho.
Pero es agüita, nomás…” Cuando de brinco en brinco, la corriente encuentra un cauce seguro y se lanza, más lenta, más densa, más “ella”, entonces le llaman río. Y es entonces cuando el agua ya no sabe nada de la tierra india ni del hombre arribeño. A medida que el agua se va ganando leguas de tierra abajeña, se va olvidando de los pobres. El río tiene a veces, la misma mala memoria que los gobiernos.
El hombre es tierra que anda…
Ahora viene la caravana india, trajinando caminos.
No todos son kollas. Los hay de Ledesma, mestizos, criollos de cepa hispana, matacos, tobas algunos, otros de raíz calchaquí.
Los kollas vienen a pie. El indio puneño, es el gran infante de América. La ushuta es calzado heroico, por que además de soportar al hombre, soporta también al gran silencio del hombre.
Ciento cincuenta nativos caminan estas sendas abajeñas hacia la ciudad endiablada, hacia el laberinto de callejas y avenidas. Ellos, que vienen de lejos y de muy alto, entraran en la ciudad de la urgencia, del ritmo rápido, en la ciudad donde todos hablan a la vez, y a gritos, en la ciudad donde muchísimos estudian, muchísimos trabajan, y muchísimos viven esperando… y esperando…
Es para ellos un mundo nuevo. Andarán por estas calles porteñas, con su mirar asombrado, aunque bien disimulado. Cada uno de ellos trae la atmósfera de su pago nativo. Veremos el poncho de tres colores, que usan los quebraderos, tierra de arenas policromas, claveles chiquitos y aromados de aire antiguo. Veremos el poncho rojo y azul de “los del ramal”, que usan los del lado de Ledesma, Papichuelo, Calilegua, Oran y Fraile Pintado. Veremos también el poncho pardo, sin flecos ni dibujos, que usan los kollas de la Puna desolada. Cada cual trae la atmósfera de su paisaje. Las cholas usarán las polleras superpuestas, sus sombreritos redondos, su chacuña azul, su bata blanca, sus zarcillos de plata india, su collar de huayruros, su andar de llama grácil.
Son proletarios del Ande secular.
Son brazos de la zafra, presas del paludismo. Son hombres que aman la montaña y la altipampa, y no quieren dejarla. Son hombres que quieren tierra ancha y suya para sembrarla, regarla, hacerla provechosa para la familia y para la Nación. Son hombres que viene de lejos y de muy arriba, para pedir un pedazo de suelo argentino, un tractor, una bolsa de semillas, una verdad criolla y un sentido primordial: El vivir como trabajadores del campo argentino, y no como siete oficios, como una cosa sin sensibilidad y sin destino.
Esta marcha tiene también una deserción dolorosa: el indio Romero. Tenía 60 años y muchos achaques. Era peón de surco, peón de quebrachales, limpiador de acequias, engrasador de carros. Era… Siete oficios!
Lo apretó el invierno de la tierra abajeña, allá, cerca de Frías, en el camino…
Lo velaron en una aldea santiagueña, como se vela a un indio: golpeando una caja, diciendo una copla, rezando en criollo-quichuista un mensaje a cualquier Santo. Y también pensando mucho, y sintiendo bien adentro, como duele el camino cuando la sombra muerde los colores del poncho y la esperanza del alma.
Allá en el camposanto de Frías, ha quedado una cruz de algarrobo, sobre el sueño del indio Romero. Tal vez los icanchos y los chalchaleros, tal vez la dulce torcaza y las reinamoras le traerán a la hora de la siesta las cosas eternas del aire provinciano, en esa trova liviana y agreste que puebla la selva.
¡Mi corazón de piensa con sabor de vidala, paisano de mi tierra! El hombre, es tierra que anda…¡Runa, allpacamaska!
Atahualpa Yupanqui Editorial Anteo. Buenos Aires, 1948